¡Dios mio, que torpe soy!

DIOS MIO QUE TORPE SOYDecía Sócrates (de esto hace unos dos mil cuatrocientos años), que cuando queremos saber de gimnasia le preguntamos al Maestro en este arte, pues es él quien sabe de aquello y es quien nos puede orientar sabiamente, y no hemos de preguntar  a cualquier persona que encontremos en la plaza pública, porque sus opiniones al respecto no tendrán el mismo valor.

Ya saben ustedes que Sócrates, por estas y otras opiniones, no tuvo buen final

Pero a mi, la propuesta me parece razonable y, en general se suele aplicar en muchos campos. Acabo de hablar con un carpintero para que me arregle un asunto de carpintería, lo cual es lógico, puesto que yo desconozco dicho oficio.

Sin embargo, parece que el ámbito de la salud es bastante refractario a esta idea tan obvia.

Cada día me sorprendo más de la osadía, posiblemente fruto de la ignorancia, de muchas personas que prescriben alegremente sobre cosas que no han estudiado ni conocen sus efectos en profundidad; y me sorprendo, también, de la temeridad de otras  tantas personas que confían ciegamente en tomar un producto que les aconseja cualquiera, independientemente de su formación o experiencia.

Raro es el día en el que alguien no me dice que está tomando algo que ha comprado por internet, simplemente porque le ha parecido que era muy bueno.

“La página donde lo he leído contaba maravillas del producto”, me dicen como tratando de convencerme.

¡Vamos a ver, señor!, le contesto, ¿acaso alguien que quiera venderle un coche le va a decir que no funciona, que se rompe fácilmente y que gasta mucha gasolina… o más bien le dirá que va como la seda y que gasta poquísimo?

¿Tiene usted alguna constatación, más allá de lo que dice la página, sobre la utilidad del producto,  la precisión en la fabricación, el control de calidad de los ingredientes o la pureza de las materias primas?

La mayoría, a pesar de mis argumentos, persisten en su idea, “pues he leído que sirve para muchas cosas”. Pero dónde lo ha leído, le insisto, ¡en la página de quien se lo quiere vender!

Pero nada. A pesar de que llevo años intentando convencer a mucha gente de que usen su sentido común y su capacidad discriminativa para separar el trigo de la paja, me da la sensación de que voy “predicando en el desierto”.

Parece que la batalla del sentido común está perdida, pero, a pesar de ello, parafraseando el título de la famosa película de cowboys, “moriré con las botas puestas”, es decir, trataré de seguir “sembrando trigo en el océano” hasta que las fuerzas me acompañen.

Por un lado está lo de internet, por otro, lo de las cuñadas, vecinas, compañeros de trabajo o la chica del herbolario, etc., que prescriben con la frivolidad de quien no tiene ni idea de las posibles acciones, interferencias o efectos secundarios que puede tener un producto, aunque sea de origen natural.

Y es que yo debo ser muy torpe, porque para hacer una prescripción que pretenda ser curativa sobre algún tipo de proceso, además de la carrera de medicina, los diversos Master, Cursos de Expertos Universitario, cientos de otros muchos cursos realizados, unos treinta y cuatro años de experiencia clínica con decenas de miles de sesiones con pacientes, yo necesito hacer una historia clínica, explorar al paciente y, en muchas ocasiones, apoyarme en pruebas complementarias para tener una cierta comprensión de qué es lo que tiene y cómo ha de tratarse.

Sin embargo, he presenciado como un señor entra en una tienda y dice “que me puedo tomar para esto”, y la chica (de la que desconozco su nivel académico, pero por sus expresiones se puede deducir que no se doctoró en Harvard), dice con lozanía y frescura, pues tómese aquello… y todos tan felices.

¡En fin, que se le va a hacer!

Y pienso para mis adentros, ¿será osadía por parte de la chica, será temeridad por parte del cliente o es que, realmente, lo único que sucede es que soy profundamente torpe y todavía no me he dado cuenta?

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