Aunque no lo sepamos, cada uno de nosotros somos expertos en algo. Los hay en todos los campos que podamos imaginar, en deportes, en la cocina, en manualidades, en ciencias, en arte, etc. Hay personas expertas en cosas interesantes y beneficiosa para ellos y para los demás, pero existe también un tipo de maestría que sería mejor no poseer, y es la de ser un maestro en amargarse la vida sin necesitar nada ni nadie para ello. Conozco a unos cuantos expertos en eso. Es bastante más frecuente de lo que nos gustaría, y suele generar una gran cantidad de sufrimiento inútil para quien lo padece y para quienes le rodean.
El por qué algunas personas eligen desarrollar dicha destreza es todavía un gran misterio, aunque si hacemos caso a las enseñanzas de Buda, habría que convenir en que el principal causante de dicho mal es lo que él mismo denominó Avidya, y que hemos traducido por ignorancia.
Avidya no tiene nada que ver con la ignorancia académica, es decir con tener titulaciones o con el hecho de poseer una gran capacidad mental para aprender y recordar datos y fechas. Avidya se relaciona más con la incapacidad para conocernos a nosotros mismos y para conocer eso a lo que llamamos realidad.
Este tipo de ignorancia tiene mucho que ver con la enfermedad, pues quienes la padecen en mayor o menor grado (yo soy uno de ellos), se fastidian la vida y generan su propia infelicidad.
Por tanto, si consideramos a la ignorancia como una enfermedad que afecta a la mente y que, a través de los procesos de somatización, acabará afectando también al cuerpo, necesitaremos ponerle un tratamiento eficaz.
Y un buen remedio para ello, un remedio sanador, un antídoto de la ignorancia, es el cultivo de la sabiduría. Pero aclaro, no de una sabiduría académica, sino de lo que se ha convencido en llamar la Sabiduría Trascendental, que llevado al lenguaje cotidiano vendría a ser la comprensión clara y profunda de nuestra mente y de la naturaleza de la realidad, lo cual no es “moco de pavo”.
Sea como fuere, el camino a la sabiduría se inicia por la senda del autoconocimiento, y para ello necesitamos coraje, paciencia, diligencia, cultivo de la atención y unas instrucciones apropiadas.
Todo lo anterior, aunque no lo parezca, está relacionado con el ámbito de la salud y con el de la vida plena. Pero no con la salud en términos de no tener dolores, ni con la vida plena como algo lejano y desconectado de nuestro día a día, sino con la salud entendida como “el arte de vivir” y la plenitud entendida como la forma de actualizar nuestro potencial aquí y ahora, lo cual se ha equiparado al conocido concepto de autorrealización.
En un mundo moderno y tecnológico, como es el mundo que habitamos, hemos puesto la esperanza de sanar la vida en los avances científicos y técnicos, en la fabricación de nuevos medicamentos, vacunas o en sofisticados artilugios de todo tipo. Todas esas cosas son muy valiosas y estoy convencido de que han de ser herramientas útiles para mejorar nuestra vida, pero sería conveniente recordar también que la más potente herramienta de sanación se encuentra en nosotros mismos, y está disponible para ser usada si es que reunimos el valor y la determinación necesaria para ello.
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