Siempre me ha interesado adentrarme por aquellos vericuetos del mundo interior por los que he intuido que podrían esconderse las claves de los misterios de nuestra existencia. Pero he de decir que dicha exploración no la vengo realizando al azar, sino que, por el contrario, he procurado seguir algún tipo de guía que hiciera más provechosa mi búsqueda y que, al mismo tiempo, me ayudase a no perderme por las encrucijadas y laberintos de nuestra propia mente.
Sabemos que toda disciplina acerca del ser humano que pretenda ser útil para la vida diaria, ha de contar con una adecuada proporción entre la teoría y la práctica. En términos tradicionales, lo anterior, se ha venido expresando mediante la imagen de “un perfecto equilibrio entre el método y la sabiduría.”
En lo que se refiere al proceso de crecimiento y desarrollo humano, hemos comprobado que mucha teoría desconectada de la acción práctica es tan poco útil como mucha acción que no se encuentre fundamentada por un profundo conocimiento.
Para ilustrar dicha idea, nos puede servir el siguiente relato:
“Cuentan que hace mucho tiempo, en un perdido monasterio de un lejano país, los discípulos más aventajados en la meditación discutían con aquellos otros más hábiles en el estudio y memorización de los textos sagrados, sobre la verdadera importancia de una u otra actividad de cara a conseguir sus logros en el camino que habían elegido.
Los primeros defendían la importancia de la práctica, frente a los segundos que acentuaban la inexcusable necesidad de conocer perfectamente los fundamentos teóricos y los discursos de los sabios y eruditos.
Un día, al caer la tarde, desde las terrazas del monasterio, mientras descansaban de sus tareas y jugaban haciendo volar sus llamativas cometas de colores a gran altura, vieron a uno de sus maestros intentando arar sobre una zona pedregosa.
– Allí no se puede plantar nada- se reían.
– El maestro es demasiado anciano y quizás esté perdiendo la cabeza, no es la primera vez que hace cosas raras- decían otros.
Otro día, desde esas mismas terrazas, observaron como aquel anciano monje paseaba sobre unos campos fértiles recién plantados pisando los surcos mientras distraídamente leía un libro.
Ciertamente, parecía que a este maestro le había llegado la edad en la que anciano y niño se distinguen sólo por las canas y las arrugas de la piel.
Tiempo después, cuando los discípulos se encontraban reunidos en uno de los salones del monasterio, les dijo:
– Si un campesino trata de sembrar sus campos sin saber dónde, ni cómo, ni qué habrá de poner en cada estación del año, todo su trabajo será estéril. Pero si ese mismo campesino se dedica a estudiar sobre la agricultura pero no planta nada, también su estudio habrá sido estéril.
– Por eso, mis queridos monjes, -continuó diciendo- un conocimiento sin práctica es sólo pura teoría inservible, del mismo modo que una práctica sin conocimiento es sólo activismo inútil.
Dicho esto, se levantó en silencio y dirigiéndose hacia la puerta, salió de la estancia.
Ese día, todos los discípulos recibieron una gran enseñanza.