Hace algunos años, tras una experiencia meditativa, descubrí «como sabe el silencio». Describirlo no es tarea fácil, pero, más o menos, me supo así:
«El silencio, el agradable y sabroso silencio, sabe a infinito, sabe a lugar de encuentro contigo mismo y también con la divinidad.
El silencio sabe a devoción, a respeto, a conocimiento, a amor…
El silencio te conecta con la parte más profunda y más sagrada del ser, sobre todo, con la experiencia primordial de estar vivo, y, más allá de esto, de ser vida.
El silencio embriaga los sentidos, nutre el alma, expande tu energía.
En el silencio te encuentras a ti mismo, desnudo, y también encuentras al otro, para ya, nunca más, ser dos sino sólo uno.
En el silencio también te pierdes… te pierdes en la dulce profundidad de la creación.
En el silencio te sientes pequeño, minúsculo, desapareces como si fueses sólo un electrón en comparación con todo el universo, y es en ese preciso instante, un instante en el que más allá de cualquier tiempo, parece como si el sol venciese a la noche, justo en ese momento, paradójicamente, percibes tu grandeza, porque, y esa es la magia del silencio, ya no te sientes electrón, sino que en ese punto eres Universo».
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